lunes, 22 de abril de 2013

LA FLOR EN LA PIEDRA DE LA MONTAÑA


Después de la larga jornada siempre se encontraban. Cada uno se desocupaba de sus respectivos oficios e inmediatamente como llamados con urgencia por una voz que solo ellos oían, se dirigían con pasos torpes y apresurados hacia su lugar de encuentro. Siempre en aquella colina donde nadie los molestaría. Allí había una piedra gigante que en el borde parecía tener talladas dos sillas. Allí se sentaban siempre y después de un saludo más concentrado en sus ojos que en sus labios, se disponían a mirar el atardecer.

Se habían conocido allí tiempo atrás. Los dos tenían aquel lugar como refugio para cuando las cosas iban mal. Y en algún punto de sus vidas, todo fue mal, para ambos. Ella intentaba distraerse mientras se empeñaba con ardua labor a la jardinería en la casa de su tía. Él desahogaba sus penas golpeando los criminales, o supuestos criminales, que atrapaba día a día en aquel trabajo de policía que nunca había deseado.

Después de una larga enfermedad la madre de ella murió, dándole rienda suelta al dolor contenido que había sufrido durante todas aquellas eternas semanas en las que la incertidumbre era el único sentimiento que albergaba su corazón. Ahora ella había muerto, ahora ya podía su corazón llorar. Y por tanto visitó a altas horas de la noche aquella piedra en la que le gustaba perderse. Sabia de antemano que era peligroso para una joven caminar a esas horas de la noche por una colina poco o nada transitada, pero aquello no le importaba en lo más mínimo en ese momento. En cualquier caso la vida le había enseñado a los golpes a defenderse por sí misma.

Él, luego de aquella fatídica noche en la cuál se había salido de los cabales y había asesinado a dos hombres, una mujer y un bebé había buscado una escapatoria, había querido huir de la responsabilidad. Sabía que habían sido cómplices todos los del batallón. Siempre le achacaba la culpa a los demás, habían sido ellos y su ineptitud la que lo habían llevado a tomar aquella drástica decisión. Todos eran una partida de cobardes que no eran capaces de afrontar la responsabilidad de sus actos y la habían descargado en él y su sabida locura. “El pobre de Hernandez y sus ataques de locura violenta...”. Aquello era lo que se rumoreaba entre las frías celdas que todos los días tenían que vigilar. Después de aquel incidente Hernandez fue otro, le había tomado una repulsión a la violencia que ninguno creyó posible, definitivamente le había tocado hondo asesinar a esas desconocidas y repugnantes personas, pensaban todos. La verdad era que solo había una razón para aquel cambio en el sádico policía. El remordimiento no es el que acaba con las malas conductas y menos si estas están inspiradas en un profundo odio, el amor... La respuesta estaba en aquella colina que todos evitaban por considerarla mitad sagrada mitad maldita. En los ojos que veían las estrellas aquella noche, en las lágrimas que no dejaban de salir de ellos.

Era mucho lo que se hablaba de La Colina Oscura en todo el pueblo. Decían que allí los indios subían a rendir tributo a sus falsas deidades y hacían una gran cantidad de sangrientos rituales., indios, como los que él había matado. La gente no se acercaba al sitio pues creían que los demonios que los indios creían dioses aún habitaban allí y podían hacerles daño o enfermarlos. Por otro lado, alguna vez una vieja loca había dicho ver a la virgen sentada en la gran piedra. Algunos pocos le creyeron aún sabiendo que desde abajo no se veía dicha piedra, por tanto otro tanto creía que la piedra era sagrada por la aparición de la santísima, por esto mismo no se acercaban tampoco. Otros ni creían lo uno, ni creían lo otro, ni sabían si en verdad allí arriba había una piedra gigante con orificios profundos en su lomo, pero no pretendían perder el tiempo en subir a aquella colina. En últimas nadie subía a la colina, solo unos cuantos valentones que apostaban borrachos con sus amigos, y aquellos eran pocos, además nunca alcanzaban la cima, ya fuera por el miedo, la borrachera o por devolver la broma, solían bajar con cara de aterrados diciendo que habían visto algún demonio que casi los come vivos.

Hernandez no era originario de aquel horrible pueblo, aunque hubiese vivido allí por muchos años, así que nunca tuvo el temor que todos los demás habitantes tenían por la tonta colina. Había subido allí algunas veces, cuando quería despejarse. Solo él y su botella de anís. Aquella bebida lo hacía recordar su tierra natal, tan lejana ahora. Pero esta vez fue diferente, por la premura de huir lejos de aquellas miradas horrorizadas de sus compañeros y de aquellos cuerpos morenos inertes y sin vida, no había ido hasta donde guardaba el alcohol y había subido directo a la montaña. Subía temblando, trabajosamente pues para añadir dificultad la lluvia había convertido el camino en un barrial difícil de sortear. En muchos momentos tuvo que subir apoyado en cuatro.

Por su parte a Rosa, como todos la llamaban sin saber su verdadero nombre, siempre le habían preocupado más sus flores que lo que todo el mundo andaba diciendo. Por otro lado su abuela cuando era muy pequeña le había dicho en secreto la verdad sobre aquella Colina, que no estaba maldita, que no había nada que temer y que en alguna época habían expandido mil rumores acerca de ella pues en la gran piedra, oculto entre sus agujeros había oro por montones, así que no convenía que cualquiera subiera a adueñarse de la riqueza que querían unos cuantos. Unos cuantos, por cierto, que ya ni siquiera se encontraban en el pueblo, sino muy lejos, a lo mejor, al otro lado del mar.

Así que cuando su madre cayó enferma Rosa subió por primera vez a la Colina, intentando que nadie la viera. Allí llegó y le pidió a los dioses de su abuela que curaran a su madre, que le devolvieran la vida. No hubo más respuesta que el sonido amenazador del viento y la caída lenta pero constante del sol. Sin saber por qué aquello la llenaba de paz, aunque esta durara hasta que bajara de la colina oculta por las sombras, lo había seguido repitiendo a menudo.

Mientras Hernandez subía resbalaba a menudo, estaba temblando por la conmoción y no había luz que guiara sus pasos. Estaba pensando en que lo mejor sería volver y esconderse en otro lugar donde nadie le molestara... cuando la escuchó. Escuchó unos sollozos más arriba. Por un momento estuvo a punto de tumbarse pendiente abajo. Empezó a temblar con más violencia y esta vez era por el miedo... Extrañó con fuerza su botella de anís, pues esta era la que le daba valentía cuando una parte de su ser se estremecía de pensar en que los rumores podían ser ciertos. Resbaló profiriendo una maldición.

-¿Quien anda ahí?- Era una voz dulce repleta de amargura. Era la voz de una mujer, y de una mujer joven definitivamente. Hernandez recobró la compostura y recuperó rápidamente al cordura. No habia allí ningún demonio, sino una mujer que utilizaba su mismo escondite. Armado de valor por saber que se trataba de una mujer y por tanto de alguien que no podía hacerle daño respondió: - Soy policía. ¿Qué puede estar haciendo una mujer sola a esta hora de la noche en la Colina Maldita?.
A Rosa nada le importaba ya, estaba desconsolada así que respondió:
-Llorando la muerte de su madre.
Un pesado silencio se puso entre los dos, mientras el policía acortaba la distancia que los separaba con esfuerzo.
-Lo siento- Fue lo único que pudo decir. Y en verdad no lo sentía, había visto a muchas personas morir, incluso bajo sus manos como para que la muerte de la madre de una cualquiera desconocida lo acongojara en lo más mínimo.
-¿Y qué haces tu aquí? - Le sorprendió la pregunta, por lo osada.
-No te tengo que dar explicaciones, me gusta aquí, no me da miedo. - Respondió con cierta sequedad.
Mientras terminaba de hablar logro alcanzar la cima de la Colina y se detuvo a mirar a la joven. Estaba de espaldas y tenía el cabello negro y liso hasta más abajo de la mitad de la espalda, casi rosandole la cadera, era baja de estatura y parecía tener una pequeña joroba que la hacía ver más diminuta. Tenía un vestido blanco que reflejaba la poca luz que había en el ambiente reflejado una tímida luna menguante y un cielo con pocas estrellas por la nubosidad. Su cuerpo se convulsionaba un poco dejando adivinar sus sollozos y se disponía a subir por aquella piedra gigante. Él no la detuvo y no dijo nada más, se quedó observándola maravillado sin saber muy bien por qué. Vio como subía con agilidad, a pesar de la superficie mojada y la ropa poco propicia que llevaba. En menos de un minuto ya se encontraba en la cima, desde abajo solo veía la sombra de su silueta, pero adivinó que lo miraba desde arriba como esperando que subiera o se marchara definitivamente. Después de pensarlo un poco decidió que la presencia de una mujer no iba a impedir que subiera a la piedra, esta ejercía cierta atracción sobre él y le daba un momento de paz y aquella noche la necesitaba con desesperación.

Ella le esperó arriba y dejó que subiera, tomó su puesto usual en silencio mientras él se sentaba a su lado donde también había unos orificios que daban la forma perfecta para sentarse. Los dos en silencio lloraron sus penas. Cunado parecía que no les quedaban más lágrimas ni sollozos se detuvieron. Entonces fueron conscientes de la presencia del otro. Ella pensó en preguntarle por qué lloraba pero cuando volvió la vista hacia el como atraídos por un imán se abrazaron. Se abrazaron y volvieron a llorar, amargamente pero esta ves pensando y sintiendo solo la presencia del otro. Al final todo terminó en un sentimiento de paz para los dos, mucho más grande que el que habían sentido jamás desde que subían a aquella piedra. Por la mente de Hernandez en otra situación habrían pasado ciertos pensamientos eróticos, o al menos hubiese intentado contemplar mejor el cuerpo y el rostro de su desconocida acompañante, pero por el contrario se limitó a buscar su mano besarle y agradecerle por su simple existencia, llorar en su hombro un poco más y preguntarle el nombre. Ella lo pensó dos veces empezó a decir algo, pero luego calló y dijo simplemente: “Rosa”.

Se despidieron sin palabras, cogidos de la mano bajaron la piedra y la colina. Se miraron simplemente con intensidad, dieron media vuelta y corrieron envueltos en sombras deseando que nadie los hubiera visto.

El día siguiente ambos creyeron haber presenciado una extraña pero hermosa alucinación en la colina. Hernandez fue a las celdas a hacer su turno desde seis de la mañana hasta las cinco de la tarde. Luego volvería a las ocho y hasta la una tendría el revelo. Rosa, por su parte se vio obligada a hacer los preparativos para el velorio y entierro de su madre. Los dos no veían la hora de poder desocuparse para volver a la Colina y buscar a su acompañante de la noche anterior.

La hora pactada en silencio llegó. Los dos subieron y allí se encontraron. El sentimiento de los dos al verse fue tan natural como si se hubiesen puesto una cita. Se miraron intensamente y con un amor inexplicable por lo rápido y lo grande de por medio. Subieron la piedra y luego de contemplarse largamente ellos, dirigieron la mirada al sol mirando el atardecer.

Con pocas palabras, así fue la relación que empezaron desde entonces. Aún así eran el escape de sus largas jornadas de trabajo, en las cuales los perseguían sus fantasmas. A Hernandez el de los asesinatos, a Rosa el recuerdo que nunca desaparecía de su madre.

Su relación se consumó tan rápido como prende un fósforo. Tan rápido como se tomaron cariño, se quisieron luego. Tan rápido se amaron como se dieron los primeros besos. Y con esa misma vertiginosa rapidez llegó el sexo. No se preguntaron nunca muchas cosas el uno al otro, simplemente se veían allí, todos los días antes del atardecer para volver rodeados de sombras, con un sentimiento de alegría inexplicable en el corazón.

Todo parecía ir propiciamente pero poco a poco, en el corazón de Rosa el amor empezaba a marchitarse. Tan rápido como había florecido en su interior, parecía que algo la estaba acabando. Todos los días eran iguales y la jornada para ella no era ya el trabajo en el jardín, era ahora ver al Policía que llamaba Juan. Por eso, una tarde no fue a su encuentro.

Solitario, hasta pasada la noche se quedó Hernandez esperando a su amada que no llegó. Aunque se preocupó e intuyo algo, siguió aplicando la norma que tan bien había funcionado en su relación: más miradas y menos palabras.

Sin embargo, la próxima vez que se vieron le pidió una explicación a Rosa. Ella le eludió diciendo que había tenido responsabilidades que atender. Pero allí fue el punto de inflexión. Ahora en su relación las miradas no reinaban, lo hacían las palabras, los besos y los abrazos en los cuales se sumergían con insospechada pasión rara vez aparecían. Las sonrisas eran opacas, las risas llegaban ahogadas y las antiguas carcajadas espontáneas en medio de sus juegos amorosos ya nunca llegaban. Un día el sexo no fue consuelo, un día fue solo eso, sexo. Aquel día Rosa lo comprendió y decidió que al siguiente hablaría con él. El joven también lo sintió y después de bajar y tomar un desvío para engañar a Rosa decidió seguirla. Descubrió por primera vez en dónde vivía. Supo que era mestiza, y a lo mejor era hija en primera o segunda generación del error de algún criollo que había dejado embarazada a una india. Su sangre hirvió. Se devolvió al lugar de encuentro y allí guardó su revolver de dotación, cargado con una única bala.

Rosa, mientras tanto hacía mucho que sabía quien y qué había hecho Hernandez, en un principio no le importó pero notaba cómo su estado de animo desde entonces había cambiado. Lo había descubierto gracias a su tía. Ella le había contado sobre unos indios vecinos de ella que habían muerto a manos de un batallón luego de ser apresados. No había necesitado saber más, sabía que Juan era policía pues él mismo se lo había dicho antes si quiera de verla y sin que nada se lo dijera tuvo la certeza de quien había sido el que había disparado el gatillo que había cegado aquellas vidas. Tal vez se equivocara, pero su abuela le había enseñado desde pequeña a confiar en su intuición. Se alegró de no haberle dicho nunca su verdadero nombre y de haber utilizado el que le habían conferido por la labor que realizaba, para ganar cierta respeto en la sociedad en que vivía. Su fisionomía le ayudaba, había heredado más rasgos de su abuelo que de su abuela, así que pasaba muchas veces desapercibida su ascendencia indígena. Pero algo ya se había roto en su relación, así que tomó una de sus flores favoritas, de cuyo nombre a nuestros días no han llegado más que susurros y mitos difusos. Y la guardó entre su vestido antes de subir a la montaña donde todos los días se daban cita. Llegó allí y luego de un saludo inusitadamente corto y de subir a la piedra sin más preámbulos dijo:
-Ay es la monotonía lo que ha matado esta relación. Es la costumbre, la maldita costumbre la que ha marchitado mis sentimientos en mi corazón. Y tu pasado, tu oscuro pasado.
-¿Eso crees?- Preguntó él con calma.
-Sí, eso creo, de eso estoy segura hoy. Me duele mucho hacer esto pero creo que será la ultima vez que nos veamos.
-Más oscuro es tu pasado. - Dijo él simplemente.
Rosa sintió un escalofrío pues sus palabras dejaban entrever un odio profundo, o al menos una repugnancia infinita.
-Dame entonces, un último abrazo. - Dijo él sintiendo que aquella locura tan propia se apoderaba de él y tomando lentamente el revolver que había ocultado muy cerca de él al alcance de su mano.
Ella se puso de pie dispuesta a abrazarlo, mientras la flor se deslizaba lentamente por su vestido hasta alcanzar su mano. La tomó con cuidado pues aquel tallo tenía un filo más peligroso que cualquier arma corto punzante conocida por el hombre blanco. Le extendió los brazos mientras él se acercaba a ella.
-Antes quiero que conozcas mi nombre. - Dijo Rosa - Uba Hyeqa Gua. Flor, Piedra, Montaña. Soy la flor que crece en la piedra de la montaña, nací acá y acá he de morir, por eso no te temo, por eso me gusta aquí.
Él tembló de miedo en sus brazos sintiendo su calor por última vez. Una sola bala la besó por la espalda, le atravesó el corazón a ella y luego a él. Mientras en su espalda aquella flor se enterraba y daba paso a la consumación de la inmortalidad de Uba, la flor que crece en la piedra de la montaña allí permanece, creciendo entre dos piedras pequeñas puestas sobre el lomo de una piedra más grande, como si fuesen dos guardianes, entrecruzadas dándose un eterno abrazo, repleto de amor y odio por igual.  

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