Después de la larga
jornada siempre se encontraban. Cada uno se desocupaba de sus
respectivos oficios e inmediatamente como llamados con urgencia por
una voz que solo ellos oían, se dirigían con pasos torpes y
apresurados hacia su lugar de encuentro. Siempre en aquella colina
donde nadie los molestaría. Allí había una piedra gigante que en
el borde parecía tener talladas dos sillas. Allí se sentaban
siempre y después de un saludo más concentrado en sus ojos que en
sus labios, se disponían a mirar el atardecer.
Se habían conocido allí
tiempo atrás. Los dos tenían aquel lugar como refugio para cuando
las cosas iban mal. Y en algún punto de sus vidas, todo fue mal,
para ambos. Ella intentaba distraerse mientras se empeñaba con ardua
labor a la jardinería en la casa de su tía. Él desahogaba sus
penas golpeando los criminales, o supuestos criminales, que atrapaba
día a día en aquel trabajo de policía que nunca había deseado.
Después de una larga
enfermedad la madre de ella murió, dándole rienda suelta al dolor
contenido que había sufrido durante todas aquellas eternas semanas
en las que la incertidumbre era el único sentimiento que albergaba
su corazón. Ahora ella había muerto, ahora ya podía su corazón
llorar. Y por tanto visitó a altas horas de la noche aquella piedra
en la que le gustaba perderse. Sabia de antemano que era peligroso
para una joven caminar a esas horas de la noche por una colina poco o
nada transitada, pero aquello no le importaba en lo más mínimo en
ese momento. En cualquier caso la vida le había enseñado a los
golpes a defenderse por sí misma.
Él, luego de aquella
fatídica noche en la cuál se había salido de los cabales y había
asesinado a dos hombres, una mujer y un bebé había buscado una
escapatoria, había querido huir de la responsabilidad. Sabía que
habían sido cómplices todos los del batallón. Siempre le achacaba
la culpa a los demás, habían sido ellos y su ineptitud la que lo
habían llevado a tomar aquella drástica decisión. Todos eran una
partida de cobardes que no eran capaces de afrontar la
responsabilidad de sus actos y la habían descargado en él y su
sabida locura. “El pobre de Hernandez y sus ataques de locura
violenta...”. Aquello era lo que se rumoreaba entre las frías
celdas que todos los días tenían que vigilar. Después de aquel
incidente Hernandez fue otro, le había tomado una repulsión a la
violencia que ninguno creyó posible, definitivamente le había
tocado hondo asesinar a esas desconocidas y repugnantes personas,
pensaban todos. La verdad era que solo había una razón para aquel
cambio en el sádico policía. El remordimiento no es el que acaba
con las malas conductas y menos si estas están inspiradas en un
profundo odio, el amor... La respuesta estaba en aquella colina que
todos evitaban por considerarla mitad sagrada mitad maldita. En los
ojos que veían las estrellas aquella noche, en las lágrimas que no
dejaban de salir de ellos.
Era mucho lo que se
hablaba de La Colina Oscura en todo el pueblo. Decían que allí los
indios subían a rendir tributo a sus falsas deidades y hacían una
gran cantidad de sangrientos rituales., indios, como los que él
había matado. La gente no se acercaba al sitio pues creían que los
demonios que los indios creían dioses aún habitaban allí y podían
hacerles daño o enfermarlos. Por otro lado, alguna vez una vieja
loca había dicho ver a la virgen sentada en la gran piedra. Algunos
pocos le creyeron aún sabiendo que desde abajo no se veía dicha
piedra, por tanto otro tanto creía que la piedra era sagrada por la
aparición de la santísima, por esto mismo no se acercaban tampoco.
Otros ni creían lo uno, ni creían lo otro, ni sabían si en verdad
allí arriba había una piedra gigante con orificios profundos en su
lomo, pero no pretendían perder el tiempo en subir a aquella colina.
En últimas nadie subía a la colina, solo unos cuantos valentones
que apostaban borrachos con sus amigos, y aquellos eran pocos, además
nunca alcanzaban la cima, ya fuera por el miedo, la borrachera o por
devolver la broma, solían bajar con cara de aterrados diciendo que
habían visto algún demonio que casi los come vivos.
Hernandez no era
originario de aquel horrible pueblo, aunque hubiese vivido allí por
muchos años, así que nunca tuvo el temor que todos los demás
habitantes tenían por la tonta colina. Había subido allí algunas
veces, cuando quería despejarse. Solo él y su botella de anís.
Aquella bebida lo hacía recordar su tierra natal, tan lejana ahora.
Pero esta vez fue diferente, por la premura de huir lejos de aquellas
miradas horrorizadas de sus compañeros y de aquellos cuerpos morenos
inertes y sin vida, no había ido hasta donde guardaba el alcohol y
había subido directo a la montaña. Subía temblando, trabajosamente
pues para añadir dificultad la lluvia había convertido el camino en
un barrial difícil de sortear. En muchos momentos tuvo que subir
apoyado en cuatro.
Por su parte a Rosa, como
todos la llamaban sin saber su verdadero nombre, siempre le habían
preocupado más sus flores que lo que todo el mundo andaba diciendo.
Por otro lado su abuela cuando era muy pequeña le había dicho en
secreto la verdad sobre aquella Colina, que no estaba maldita, que no
había nada que temer y que en alguna época habían expandido mil
rumores acerca de ella pues en la gran piedra, oculto entre sus
agujeros había oro por montones, así que no convenía que
cualquiera subiera a adueñarse de la riqueza que querían unos
cuantos. Unos cuantos, por cierto, que ya ni siquiera se encontraban
en el pueblo, sino muy lejos, a lo mejor, al otro lado del mar.
Así que cuando su madre
cayó enferma Rosa subió por primera vez a la Colina, intentando que
nadie la viera. Allí llegó y le pidió a los dioses de su abuela
que curaran a su madre, que le devolvieran la vida. No hubo más
respuesta que el sonido amenazador del viento y la caída lenta pero
constante del sol. Sin saber por qué aquello la llenaba de paz,
aunque esta durara hasta que bajara de la colina oculta por las
sombras, lo había seguido repitiendo a menudo.
Mientras Hernandez subía
resbalaba a menudo, estaba temblando por la conmoción y no había
luz que guiara sus pasos. Estaba pensando en que lo mejor sería
volver y esconderse en otro lugar donde nadie le molestara... cuando
la escuchó. Escuchó unos sollozos más arriba. Por un
momento estuvo a punto de tumbarse pendiente abajo. Empezó a temblar
con más violencia y esta vez era por el miedo... Extrañó con
fuerza su botella de anís, pues esta era la que le daba valentía
cuando una parte de su ser se estremecía de pensar en que los
rumores podían ser ciertos. Resbaló profiriendo una maldición.
-¿Quien anda ahí?- Era
una voz dulce repleta de amargura. Era la voz de una mujer, y de una
mujer joven definitivamente. Hernandez recobró la compostura y
recuperó rápidamente al cordura. No habia allí ningún demonio,
sino una mujer que utilizaba su mismo escondite. Armado de valor por
saber que se trataba de una mujer y por tanto de alguien que no podía
hacerle daño respondió: - Soy policía. ¿Qué puede estar haciendo
una mujer sola a esta hora de la noche en la Colina Maldita?.
A Rosa nada le importaba
ya, estaba desconsolada así que respondió:
-Llorando la muerte de su
madre.
Un pesado silencio se
puso entre los dos, mientras el policía acortaba la distancia que
los separaba con esfuerzo.
-Lo siento- Fue lo único
que pudo decir. Y en verdad no lo sentía, había visto a muchas
personas morir, incluso bajo sus manos como para que la muerte de la
madre de una cualquiera desconocida lo acongojara en lo más mínimo.
-¿Y qué haces tu aquí?
- Le sorprendió la pregunta, por lo osada.
-No te tengo que dar
explicaciones, me gusta aquí, no me da miedo. - Respondió con
cierta sequedad.
Mientras terminaba de
hablar logro alcanzar la cima de la Colina y se detuvo a mirar a la
joven. Estaba de espaldas y tenía el cabello negro y liso hasta más
abajo de la mitad de la espalda, casi rosandole la cadera, era baja
de estatura y parecía tener una pequeña joroba que la hacía ver
más diminuta. Tenía un vestido blanco que reflejaba la poca luz que
había en el ambiente reflejado una tímida luna menguante y un cielo
con pocas estrellas por la nubosidad. Su cuerpo se convulsionaba un
poco dejando adivinar sus sollozos y se disponía a subir por aquella
piedra gigante. Él no la detuvo y no dijo nada más, se quedó
observándola maravillado sin saber muy bien por qué. Vio como subía
con agilidad, a pesar de la superficie mojada y la ropa poco propicia
que llevaba. En menos de un minuto ya se encontraba en la cima, desde
abajo solo veía la sombra de su silueta, pero adivinó que lo miraba
desde arriba como esperando que subiera o se marchara
definitivamente. Después de pensarlo un poco decidió que la
presencia de una mujer no iba a impedir que subiera a la piedra, esta
ejercía cierta atracción sobre él y le daba un momento de paz y
aquella noche la necesitaba con desesperación.
Ella le esperó arriba y
dejó que subiera, tomó su puesto usual en silencio mientras él se
sentaba a su lado donde también había unos orificios que daban la
forma perfecta para sentarse. Los dos en silencio lloraron sus penas.
Cunado parecía que no les quedaban más lágrimas ni sollozos se
detuvieron. Entonces fueron conscientes de la presencia del otro.
Ella pensó en preguntarle por qué lloraba pero cuando volvió la
vista hacia el como atraídos por un imán se abrazaron. Se abrazaron
y volvieron a llorar, amargamente pero esta ves pensando y sintiendo
solo la presencia del otro. Al final todo terminó en un sentimiento
de paz para los dos, mucho más grande que el que habían sentido
jamás desde que subían a aquella piedra. Por la mente de Hernandez
en otra situación habrían pasado ciertos pensamientos eróticos, o
al menos hubiese intentado contemplar mejor el cuerpo y el rostro de
su desconocida acompañante, pero por el contrario se limitó a
buscar su mano besarle y agradecerle por su simple existencia, llorar
en su hombro un poco más y preguntarle el nombre. Ella lo pensó dos
veces empezó a decir algo, pero luego calló y dijo simplemente:
“Rosa”.
Se despidieron sin
palabras, cogidos de la mano bajaron la piedra y la colina. Se
miraron simplemente con intensidad, dieron media vuelta y corrieron
envueltos en sombras deseando que nadie los hubiera visto.
El día siguiente ambos
creyeron haber presenciado una extraña pero hermosa alucinación en
la colina. Hernandez fue a las celdas a hacer su turno desde seis de
la mañana hasta las cinco de la tarde. Luego volvería a las ocho y
hasta la una tendría el revelo. Rosa, por su parte se vio obligada a
hacer los preparativos para el velorio y entierro de su madre. Los
dos no veían la hora de poder desocuparse para volver a la Colina y
buscar a su acompañante de la noche anterior.
La hora pactada en
silencio llegó. Los dos subieron y allí se encontraron. El
sentimiento de los dos al verse fue tan natural como si se hubiesen
puesto una cita. Se miraron intensamente y con un amor inexplicable
por lo rápido y lo grande de por medio. Subieron la piedra y luego
de contemplarse largamente ellos, dirigieron la mirada al sol mirando
el atardecer.
Con pocas palabras, así
fue la relación que empezaron desde entonces. Aún así eran el
escape de sus largas jornadas de trabajo, en las cuales los
perseguían sus fantasmas. A Hernandez el de los asesinatos, a Rosa
el recuerdo que nunca desaparecía de su madre.
Su relación se consumó
tan rápido como prende un fósforo. Tan rápido como se tomaron
cariño, se quisieron luego. Tan rápido se amaron como se dieron los
primeros besos. Y con esa misma vertiginosa rapidez llegó el sexo.
No se preguntaron nunca muchas cosas el uno al otro, simplemente se
veían allí, todos los días antes del atardecer para volver
rodeados de sombras, con un sentimiento de alegría inexplicable en
el corazón.
Todo parecía ir
propiciamente pero poco a poco, en el corazón de Rosa el amor
empezaba a marchitarse. Tan rápido como había florecido en su
interior, parecía que algo la estaba acabando. Todos los días eran
iguales y la jornada para ella no era ya el trabajo en el jardín,
era ahora ver al Policía que llamaba Juan. Por eso, una tarde no fue
a su encuentro.
Solitario, hasta pasada
la noche se quedó Hernandez esperando a su amada que no llegó.
Aunque se preocupó e intuyo algo, siguió aplicando la norma que tan
bien había funcionado en su relación: más miradas y menos
palabras.
Sin embargo, la próxima
vez que se vieron le pidió una explicación a Rosa. Ella le eludió
diciendo que había tenido responsabilidades que atender. Pero allí
fue el punto de inflexión. Ahora en su relación las miradas no
reinaban, lo hacían las palabras, los besos y los abrazos en los
cuales se sumergían con insospechada pasión rara vez aparecían.
Las sonrisas eran opacas, las risas llegaban ahogadas y las antiguas
carcajadas espontáneas en medio de sus juegos amorosos ya nunca
llegaban. Un día el sexo no fue consuelo, un día fue solo eso,
sexo. Aquel día Rosa lo comprendió y decidió que al siguiente
hablaría con él. El joven también lo sintió y después de bajar y
tomar un desvío para engañar a Rosa decidió seguirla. Descubrió
por primera vez en dónde vivía. Supo que era mestiza, y a lo mejor
era hija en primera o segunda generación del error de algún criollo
que había dejado embarazada a una india. Su sangre hirvió. Se
devolvió al lugar de encuentro y allí guardó su revolver de
dotación, cargado con una única bala.
Rosa, mientras tanto
hacía mucho que sabía quien y qué había hecho Hernandez, en un
principio no le importó pero notaba cómo su estado de animo desde
entonces había cambiado. Lo había descubierto gracias a su tía.
Ella le había contado sobre unos indios vecinos de ella que habían
muerto a manos de un batallón luego de ser apresados. No había
necesitado saber más, sabía que Juan era policía pues él mismo se
lo había dicho antes si quiera de verla y sin que nada se lo dijera
tuvo la certeza de quien había sido el que había disparado el
gatillo que había cegado aquellas vidas. Tal vez se equivocara, pero
su abuela le había enseñado desde pequeña a confiar en su
intuición. Se alegró de no haberle dicho nunca su verdadero nombre
y de haber utilizado el que le habían conferido por la labor que
realizaba, para ganar cierta respeto en la sociedad en que vivía. Su
fisionomía le ayudaba, había heredado más rasgos de su abuelo que
de su abuela, así que pasaba muchas veces desapercibida su
ascendencia indígena. Pero algo ya se había roto en su relación,
así que tomó una de sus flores favoritas, de cuyo nombre a nuestros
días no han llegado más que susurros y mitos difusos. Y la guardó
entre su vestido antes de subir a la montaña donde todos los días
se daban cita. Llegó allí y luego de un saludo inusitadamente corto
y de subir a la piedra sin más preámbulos dijo:
-Ay es la monotonía lo
que ha matado esta relación. Es la costumbre, la maldita costumbre
la que ha marchitado mis sentimientos en mi corazón. Y tu pasado, tu
oscuro pasado.
-¿Eso crees?- Preguntó
él con calma.
-Sí, eso creo, de eso
estoy segura hoy. Me duele mucho hacer esto pero creo que será la
ultima vez que nos veamos.
-Más oscuro es tu
pasado. - Dijo él simplemente.
Rosa sintió un
escalofrío pues sus palabras dejaban entrever un odio profundo, o al
menos una repugnancia infinita.
-Dame entonces, un último
abrazo. - Dijo él sintiendo que aquella locura tan propia se
apoderaba de él y tomando lentamente el revolver que había ocultado
muy cerca de él al alcance de su mano.
Ella se puso de pie
dispuesta a abrazarlo, mientras la flor se deslizaba lentamente por
su vestido hasta alcanzar su mano. La tomó con cuidado pues aquel
tallo tenía un filo más peligroso que cualquier arma corto punzante conocida por
el hombre blanco. Le extendió los brazos mientras él se acercaba a
ella.
-Antes quiero que
conozcas mi nombre. - Dijo Rosa - Uba Hyeqa Gua. Flor, Piedra,
Montaña. Soy la flor que crece en la piedra de la montaña, nací
acá y acá he de morir, por eso no te temo, por eso me gusta aquí.
Él tembló de miedo en
sus brazos sintiendo su calor por última vez. Una sola bala la besó
por la espalda, le atravesó el corazón a ella y luego a él.
Mientras en su espalda aquella flor se enterraba y daba paso a la
consumación de la inmortalidad de Uba, la flor que crece en la
piedra de la montaña allí permanece, creciendo entre dos piedras
pequeñas puestas sobre el lomo de una piedra más grande, como si
fuesen dos guardianes, entrecruzadas dándose un eterno abrazo,
repleto de amor y odio por igual.