miércoles, 15 de febrero de 2012

MEDIA NOCHE.


Y allí estaba envuelta en su ternura solapada. Dulce por fuera y podrida por dentro, pero completamente perfecta. Sus fluidos no se mezclaban ni luchaban en su interior sino más bien se complementaban.
La curvatura de sus labios no era tan pronunciada como la que dejaban adivinar sus caderas. Su vestido rojo y su mirada inocente hacían parte de la misma esencia, esa tan suya. Cara de niña y mujer, de seductora sagaz, de mujer del mal.
Yo iba caminando hacia ella sabiendo todo y nada sobre lo que podría ocurrir. Mis labios se desplegaron intentando proferir algún sonido. Mientras una parte de mi me decía que le debía hablar con dulzura como a un bebé, la otra me sugería una voz seductora. Al final me quedé en la mitad, hablé tímida y atropelladamente.
-¿Te puedo invitar a un trago?- me sentí inmediatamente mal, como si estuviera corrompiendo a alguna pequeña, tan pronto sus ojos se encontraron con los míos. No recuerdo claramente su color pues como si se tratase de imanes de polos opuestos mis ojos se apartaron y huyeron buscando un lugar insignificante. Sus orejas. Sus pequeñas orejas. Incluso estas me producían lo mismo que toda ella. Quería cogerlas, pero algo me sugería destruirlas.
Se río con algo de picardía y crueldad. De un solo golpe me regresó a la realidad y todo mi cuerpo se bañó en vergüenza. Mi pregunta era ridícula, no teníamos límite sobre el alcohol consumido, así que para fines prácticos cualquier cosa que pidiera sería gratuita, era imposible invitarla.
-Que tierno de tu parte, pero creo que no hará falta, más bien siéntate y bebemos los dos. Eso sí,  solo te pido que no me preguntes por qué una mujer tan hermosa está sola. – Tan pronto terminó su frase dos pensamientos pasaron fugazmente por mi cabeza. Su voz me decepcionó completamente, no era ni blanca ni negra, ni siquiera gris; era una voz demasiado normal para alguien como ella, incluso sonó nerviosa, atropellada, tal como yo. Y por otro lado, me había quitado lo único que había pensado en decirle.
Mierda. ¿Tan predecibles somos los hombres?

Se cierra el telón. Esto ocurre cuando una escena ha terminado, se supone que debe hacerlo guardando una coherencia determinada para dar paso luego a una escena distinta, normalmente en otro lugar o en una distancia de tiempo razonable. En este momento, con un suspiro la magia se queda congelada, los espectadores vuelven a reparar en sus sillas, piensan un segundo en la hora, en sus preocupaciones; en la realidad. Se abre el telón, no hubo mucho tiempo para pensar y ya estás en otro lugar.

Sus labios suaves están acariciando con ternura los míos, los atraen, los hacen bailar, juegan con ellos. Todo es negro. Todo es frio, todo calor. Su lengua juguetea en algún lugar, mis manos ya no están. No siento mi cuerpo, solo el de ella. Sus dientes no juegan, más bien proponen, incitan, desean. Ella danza y yo solo sueño, en un cielo lejano cantando como hermanos, el dueto perfecto, el ying y yang están ahora girando y no hay fin.
Ya no hay ningún final. 

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